Articulo escrito por Agustí Fancelli. Diario El Pais el 12/10/2010
Le debe mucho el repertorio belcantista a la soprano australiana Joan Sutherland, que murió ayer, a los 83 años, a causa de una larga enfermedad, en Suiza, donde residía con su marido. Junto con Maria Callas, fue en efecto la gran responsable del renacimiento de un género que confía toda su fuerza en la vocalidad y que en la primera mitad del siglo XX, todavía bajo los efectos del gran ciclón wagneriano que jugó todas sus bazas sobre el componente dramático, había quedado un tanto arrinconado, tal vez porque encarnaba cierta vacuidad. A partir de los años cincuenta del siglo pasado, Sutherland supo dar a ese repertorio un nuevo sentido, amén de descubrir títulos olvidados que a partir de su impulso han merecido ser programados con regularidad. El bel canto-renaissance, como se conoció a esta operación, encontró en ella a uno de sus más altos exponentes.
Su carrera fue lenta y sólida, como lo eran las carreras líricas de antes. Seguramente, en su caso hubo un plus de lentitud y esfuerzo por haber nacido en Sidney (7 de noviembre de 1926), lejos de los primeros centros líricos internacionales. Hasta la edad de 19 años estudió piano y canto con su madre, instrucción que le valió para ganar varios concursos locales y empezar su verdadera formación profesional de la mano de John y Aida Dickens. Debutó en su ciudad natal en 1947, cantando el papel protagonista de Dido y Eneas, de Purcell, en versión de concierto. Su debut escénico no llegaría, sin embargo, hasta cinco años más tarde. Fue en el conservatorio de su ciudad, con la ópera Judith de Eugene Goossens, director a la sazón de aquel centro. Estaba preparada para dar el salto a Londres, siguiendo el itinerario clásico de las trayectorias australianas.
Su primer contrato en el Covent Garden data de 1952. Fue para interpretar la primera dama de La flauta mágica, papel para una soprano con coloratura. No obstante, en los siguientes años, antes de especializarse en el terreno en que descolló en la década de los sesenta, afrontó papeles verdianos diversos, como la Amelia de Un ballo in maschera, la sacerdotisa de Aida, la Gilda de Rigoletto y también la condesa de Las bodas de Fígaro (Mozart) o la Frasquita de Carmen (Bizet). Además, en 1955 participó en el estreno de Midsummer Marriage de Tippett. En 1954 se casó con Richard Bonynge, que se convirtiría poco tiempo después en su director de cabecera: el tándem que formaron vuelve a ser insoslayable en la historia del belcantismo.
El triunfo que marcó ya para siempre su trayectoria no tardaría en llegar. Fue el 17 de febrero de 1959 con Lucia di Lammermoor, su título talismán, el que más veces interpretaría en los 30 años posteriores (la última vez en el Liceo, en 1988: la función de hoy de Carmen estará dedicada a su memoria). Empuñaba la batuta de aquella representación Tullio Serafin, en la aclamada puesta en escena de Franco Zeffirelli. A partir de entonces la llamaron los grandes directores del momento, como John Barbirolli, Antonino Votto, Erich Kleiber o John Pritchard. Convencida sin embargo de la fragilidad de su tesitura, a partir de 1963 prácticamente cantó en exclusiva a las órdenes de Bonynge.
Su exitoso debut en La Scala se produjo en 1961 con Beatrice di Tenda, otro de los grandes personajes ya para siempre asociados a su poderosa personalidad. Un año antes había interpretado con no menores elogios la Alcina de Haendel en Venecia. Fue en esas representaciones cuando surgió el sobrenombre que había de llevar ya para siempre, al modo de la Callas: La Stupenda. En paralelo realizó una gran carrera por los principales teatros americanos, mientras su repertorio se abría a títulos como Puritani, Semiramide o Los cuentos de Hoffmann (con los que llegó a grabar los cuatro papeles para soprano). Mención especial merece su María de La fille du régiment, que incorporó por primera vez en 1966. Fue por esa época cuando se asoció con Luciano Pavarotti para formar un dúo cuyas grabaciones, y muy especialmente Lucia di Lammermoor, quedan como testimonio de la época de oro de la vocalidad operística.
No fue hasta la década de los años setenta cuando afrontó papeles más pesados del repertorio verista como Adirana Lecouvreur o Turandot, de nuevo en compañía de Pavarotti. Otra cantante de cita obligada con la que colaboró fue Marilyn Horne: los dúos que formó con ella en obras como Norma o Semiramide son simplemente legendarios.
Su canto se apoyó siempre en una técnica extraordinaria, una aparente facilidad -en realidad fruto de un trabajo muy concienzudo- por la fioritura y un extraordinario sentido a la hora de buscar los apoyos de la frase. En el lado contrario cabe poner un defecto muy propio del mundo anglosajón: la escasa habilidad para decir los textos. Se la entendía más bien poco, pero ese defecto quedaba ampliamente compensado por la belleza sin mácula del timbre y la sabiduría a la hora de administrar sus portentosos recursos.
Pero la grandeza de Joan Sutherland también hay que buscarla en la manera en que se retiró de la escena. Fue en 1990, sin aspavientos, cuando consideró que ya lo había dado todo y que no tenía nada más que añadir. Se mantuvo activa en muchas iniciativas, fue jurado en numerosos concursos de canto (en el Francesc Viñas de Barcelona, entre muchos otros), pero consideró que el tiempo de pisar las tablas había acabado para ella. Quien les escribe la recuerda sonriente en un palco del Liceo, en 2002, mientras su marido dirigía La favorita, de Donizetti. No parecía echar de menos estar allí abajo: supo dejarlo con el mismo señorío que caracterizó su apabullante trayectoria.
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