Robert Carsen es uno de los directores de ópera mas importantes y requeridos del momento. Tiene un sinnumero de producciones para los mas importantes teatros. Es uno de los directores que respondio ante los ataques de Zeffirelli y Lorin Maazel, de que estaban destruyendo la ópera con sus propuestas, segun estos, sin sentido musical y sin ningun respeto a los compositores. Carsen presento en Madrid su version de "Katia Kabanova" ópera de Leos Janácek con Karita Mattila. Aqui una entrevista donde habla de esta produccion, y ademas de su punto de vista sobre la ópera actual, su rumbo e idea.
Entrevista del ABCD Las artes y Las letras, y cortesia del blog de Agatarco.
Robert Carsen presenta en Madrid su versión de Katia Kabanova, un drama intenso donde los conflictos de la condición humana buscan el equilibrio sobre un inmenso río Volga -materializado en 18.000 litros de agua- que ocupa el escenario del Teatro Real. Un montaje espectacular e inquietante, protagonizado por la soprano finlandesa Karita Mattila, que sumergirá al público madrileño en esta tragedia inspirada en La tormenta de Ostrovski y recreada por la revolucionaria música de Leos Janácek.
¿Qué le mueve a aceptar un determinado título operístico y cómo es el proceso de elaboración?
No existe una fórmula para abordar la ópera, porque cada título es diferente. Janácek es un compositor muy intenso, y mi aproximación a su obras es más bien filosófica. La ópera tiene muchas aristas. En ella se encuentra la parte visual, la sonora, la escena, y nuestro objetivo es satisfacer todos esos aspectos. Muy a menudo, lo que sucede es que el público no tiene la misma familiaridad con todos estos lenguajes y por ello hemos de trabajar todos los sentidos. Es muy difícil encontrar en cada producción el equilibrio entre lo emocional y lo intelectual. Por ejemplo, las obras de Messiaen o Berg tienen un nivel más intelectual porque el primer impacto de la música no es emocional, al contrario de lo que sucede con Puccini. Sin embargo, Janácek es completamente distinto porque trabaja a dos niveles: el emocional y el intelectual. En el caso de Katia Kabanova, tenemos que ir al grano, porque se trata de una obra muy corta y muy intensa. Dura menos que la Salomé de Strauss. Para mí, lo más importante es que la presentación quede muy clara, y esto lo consigo a través de la intuición. Por ejemplo, no queríamos que hubiera muchos cambios en la escena, porque distraen al público que tiene que centrar su atención en la música. Lo que pasa en el escenario debe ser un fiel reflejo de la música. En él se tienen que ver los sentimientos que hay en la partitura.
En la historia tiene un gran protagonismo el río Volga, que en su producción se convierte en la base de la propuesta escénica.
El agua, como sabemos, es uno de los cuatro elementos esenciales: posee un significado simbólico a muchos niveles, y casi siempre es un elemento femenino. Representa la belleza, pero también el peligro. Katia al principio es un espíritu libre pero también tiene miedo. El agua, a lo largo de la ópera, refleja su estado emocional: claustrofóbico e incluso paranoico. Para transmitir esto, hemos creado unos espacios muy limitados y restringidos que produzcan esa sensación. Por otra parte, el agua también seduce, representa la belleza y refleja la luz... En la ópera, por lo general, la música tiende a explicar la parte emotiva y psicológica de la obra, pero Janácek no hace esto. En sus obras, no conocemos los antecedentes, no sabemos lo que ha sucedido antes, y todo va muy deprisa. Nos encontramos desde el primer momento con emociones muy fuertes, y el resultado es muy doloroso.
En «Diálogo de carmelitas» -su anterior montaje para el Teatro Real- el argumento gira sobre la religión y el miedo; el personaje principal, Blanche, se entrega finalmente a la muerte. Aquí, el sentimiento de culpa por una infidelidad y la presión empujan a Katia al suicidio. Dos historias de mujeres, con una tormenta interior, que mueren al final.
Sin embargo, se trata de situaciones diferentes. Sí es cierta la presencia de la religión en las dos obras, pero Katia en ningún momento se cuestiona su fe. En su caso, este elemento no es tan importante, tan sólo forma parte de su psicología. Es cierto que, estando casada, ha tenido un amorío con un hombre, pero a ella no le pesa el pecado en un sentido religioso, sino por la situación que se ha creado. Sabe que no hay futuro y eso es lo que la hace derrumbarse. Esta obra marca la psicología moderna dentro del mundo de la ópera.
Ahora que está tan de moda la ópera espectáculo con una gran presencia de nuevas tecnologías, usted opta por propuestas aparentemente muy minimalistas y sencillas...
A veces el minimalismo puede decir mucho. El mundo del teatro es muy extraño. Es posible contar cada vez más con tecnologías y efectos especiales, pero éstos funcionan más en el mundo del cine. En el universo teatral, lo que tenemos que hacer es poner énfasis en las emociones y en las personas. La gente va al teatro para ver a otra gente y sus experiencias, ver a otros sufrir y vivir una catarsis. El público acude para participar de esto. Este equilibrio es muy frágil y si hay demasiada escenografía distrae la atención. Lo que yo pretendo es obligar al público a mirar a los personajes, concentrarse en lo que está pasando. La ópera la compone la gente que está sobre el escenario. También es cierto que en Madrid he presentado dos obras muy minimalistas, pero no siempre es ése el caso. En el Candide, de Leonard Bernstein, he utilizado vídeos y muchos elementos. Depende siempre de la obra. En unas se trata de trabajar con sentimientos, y en otras nos encontramos ante temas satíricos. Lo que estamos haciendo en Katia Kabanova es muy concentrado. Hay que construir una línea en la que todo esté muy limpio, sin interferencias. Desde joven me he basado mucho en Peter Brook y en su libro El espacio vacío, que ha sido un elemento muy importante en mi vida. A partir de ahí, he ido creando mis producciones, cambiando, claro está, sin hacer siempre lo mismo.
Menciona una producción, la de «Candide», que se estrenó en el Chatelet de París en 2007, y que provocó cierta polémica por su contenido -una sátira política en la que aparecían Bush, Berlusconi, Putin y Blair parodiados- y el rechazo inicial de Lissner a presentarla en la Scala. ¿Hizo algún cambio en el montaje con vistas a llevarlo a Milán?
En París fue un éxito tremendo, pero también es cierto que Lissner estaba en su primer año al frente de la Scala y había que tener mucho cuidado. Habíamos metido a todos los políticos del momento, y había mucha presión política sobre él. En Francia, esta obra es muy importante porque fue escrita por Voltaire, una de las grandes figuras de la Ilustración francesa, pero también es muy larga. En Italia, la acorté quince minutos, pero nunca por censurarla. Tan sólo quité una línea que hablaba sobre un cura pedófilo, que tampoco añadía nada a la obra. Lissner nunca interfirió y fue muy valiente. La obra se representó y Berlusconi acudió: se vio en el escenario vestido con un traje de baño.
Usted ha trabajado con Lissner y con Mortier, dos nombres sobre los que se ha especulado como futuros directores artísticos del Real, aunque ha sido finalmente elegido éste último. ¿Cuál cree que debería ser la función de un director artístico?
Es muy difícil hablar de manera global. En un teatro hay que tener en cuenta muchos elementos: la gente que trabaja en él, el público que asiste, si es de repertorio o de stagione... Lo normal para un director artístico es compartir con el público su visión y las obras que cree que van a ser de interés. Mortier y Lissner empezaron en instituciones más pequeñas, han pasado a grandes teatros y han sido tremendamente innovadores.
En el caso de Gerard Mortier es además un director de ópera tan controvertido como las producciones que propone...
(Carsen sonríe y prefiere no dar respuesta a estra pregunta).
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