De los grandes cantantes del siglo pasado, Dietrich Fischer-Dieskau fue uno de los barítonos más sobresalientes. Seguramente el mejor intérprete de lieder del que hay grabaciones. En este género dominaba un enorme repertorio de más de 3.000 piezas, que obviamente incluía lo más granado de Schubert, Brahms o Schumann, además de otras decenas de compositores. Queda constancia de su talento en una amplia colección de discos. Uno de sus ambiciosos proyectos fue la grabación, con el pianista Gerald Moore, de buena parte de la ingente producción lírica de Schubert. Destacan aquí sus nueve grabaciones del Winterreise [Viaje de Invierno]. Joachim Kaiser, el más influyente crítico musical alemán, escribió en el Süddeutsche Zeitung hace cincuenta años que “con Fischer-Dieskau, el crítico más crítico obtiene lo que anhela, casi siempre en vano y en secreto: se desarma”. Por fin, decía Kaiser, “se puede admirar sin reservas”. En aquellos años, el barítono berlinés triunfaba en todo el mundo e incluso fue portada del semanario Der Spiegel. Aún no había cumplido 40 años.
Los encomios a su talento rara vez abandonaron el terreno del superlativo. Era “el cantante por antonomasia”, un “genio de la declamación” (Frankfurter Allgemeine Zeitung) de “rarísima maestría” (New York Times). La soprano Elisabeth Schwarzkopf, otra de las intérpretes que marcaron el último siglo, fue aún más lejos; para ella, Fischer-Dieskau era “un dios que no carecía de nada”. Su figura en el escenario era imponente, con sus casi 1,90 metros de altura y cercana a los cien kilos de peso, era una presencia rotunda en el escenario. Decía que cantar un ciclo de lieder es tan agotador como una ópera de varias horas. Cuando cantaba en directo, la audiencia podía renunciar al libreto gracias a su entonación precisa y su articulación de las palabras. Y eso no solo alemán, italiano, francés, o inglés, sino también en ruso, hebreo o húngaro, lenguas todas en las que grabó.
Escuchar un ciclo cantado por Fischer-Dieskau es escuchar, también, la historia que cuentan las canciones. La desolación de sus primeros Winterreisen, que interpretaba con la energía de una voz joven, dejan la impresión de que se está escuchando al narrador de los poemas, alguien que no interpreta una partitura sino que está cantando la verdad y sabe muy bien por qué la canta. Resulta asombroso cómo mezclaba contención, precisión y convicción, sin que ninguna de esas cualidades fuera en detrimento de cualquiera de las otras.
Fischer-Dieskau nació en Berlín en 1925. Era el pequeño de tres hermanos. Su padre era filólogo clásico y su madre, maestra. Ambos reconocieron el talento del niño y apoyaron sus ambiciones musicales. Cuando nació, la familia aún se llamaba solo Fischer, pero en 1934 añadieron Dieskau al apellido para recordar a un antepasado aristocrático al que Bach dedicó una cantata.
En 1943, la Wehrmacht sacó al joven estudiante del conservatorio de Berlín y lo envió al frente oriental de la II Guerra Mundial. Cuidaba caballos en el aparato logístico del Ejército nazi. Tuvo la suerte de que lo redestinaran al frente italiano, donde fue hecho prisionero por los estadounidenses en 1945, poco antes de que Alemania se rindiera incondicionalmente. Como sus padres, los vencedores se percataron del talento del joven y le pedían que cantara para otros presos en escenarios improvisados sobre vehículos de combate. Se ha dicho que ese talento fue, no obstante, un obstáculo para su liberación. Tanto gustaban sus cantos que los captores intentaron alargar su estancia en prisión todo lo que pudieron. Volvió a casa en 1947.
A los 22 años regresó a sus estudios en el conservatorio. Muy poco tiempo después, triunfó con su interpretación del Deutsches Requiem de Brahms. En 1947 grabó su primer Winterreise con Gerald Moore, que sería su acompañante durante años. Su primer papel operístico fue en el Don Carlos de Verdi, en la Deutsche Oper de Berlín, en 1948. Empezó a postularse para otros papeles, como el de Papageno en La flauta mágica de Mozart. Pronto se convertiría en uno de los embajadores culturales de la Alemania Occidental por medio mundo. Según recuerda el FAZ, “aquellos artistas representaban la nueva Alemania democrática y su trabajo anunciaba que siempre hubo otra Alemania mejor cuya cultura perteneció a todo el mundo.”
También fue uno de los grandes intérpretes de Wagner. Son recordadas sus representaciones en Bayreuth, la meca wagneriana. También cantó en casi todos los palacios de ópera más célebres y cotizados de mundo: Viena, Salzburgo, Nueva York… En la ópera de la capital austríaca fue la estrella del famosoFalstaff dirigido por Luchino Visconti. Fue, además, uno de los intérpretes clásicos con un mayor número de grabaciones.
Cuenta la violinista de la orquesta de Granada Isabel Mellado que, cuando lo acompañó junto a la Orquesta de la Ópera bávara en una gira japonesa hará más de 20 años, se decía que Fischer-Dieskau nunca cantaría de nuevo el Deutsches Requiem de Brahms. La “voz madura del cantante ya mayor, a punto de retirarse, entonaba el Réquiem con una emoción que hizo llorar a algunos músicos en el escenario”. Su última interpretación fue un aria de Falstaff en una gala de Nochevieja de 1992, en Munich.
Se insiste mucho en Alemania en que no se debe reducir a Fischer-Dieskau a sus interpretaciones de lied. Se recuerda entre sus papeles operísticos el estreno del Rey Lear de Aribert Reimann, en 1978. También escribió varios libros y dio clases en la Universidad de Las Artes de Berlín, entonces llamada HDK. Además, era aficionado a la pintura. Al final de su vida adoptó una postura crítica con las nuevas puestas en escena de algunas óperas y con el desarrollo del canto. Recientemente se quejó de que los jóvenes escucharan poco a los cantantes anteriores: “a veces me parece que he vivido para nada.”
En 1949, Fischer-Dieskau se casó con la cellista Irmgard Poppen, que murió en 1963 al dar a luz a su tercer hijo. Su cuarta esposa desde 1977, Júlia Várady, se encargó de anunciar su muerte este viernes, en su casa de Berg, junto al lago de Starberg, en Baviera. Tenía 86 años.
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