(Vía ProÓpera)
No posaré.
No diré que soy un entusiasta de Muerte en Venecia de Benjamin Britten, ni que el tema de la novela de Thomas Mann me quita el sueño o que prefiero la película de Luchino Visconti a Crepúsculo. Existe un mar de disquisiciones estético-filosóficas menos plomizas y hasta entretenidas que me parecen prioritarias.
Ya, lo dije. Es mejor así. Con sinceridad pueden entenderse las personas y el arte.
En ese sentido, asistí al estreno en México de Muerte en Venecia, título con el que la Compañía Nacional de Ópera continuó su Temporada 2009, presentado en cuatro funciones: 5, 7, 9 y 12 de julio, en el Teatro Julio Castillo del Centro Cultural del Bosque. Acaso sin demasiada expectativa al entrar, salí muy satisfecho del espectáculo.
Y no por la temática que muestra el conflicto entre lo apolíneo y lo dionisiaco a través de una serie de emociones vitales ante la vejez y la muerte y una retahíla interminable de divagaciones y peroratas interiores que el protagonista pronuncia en su contemplación psicologizante para, al final de cuentas, justificar, pero no aceptar, atormentándose por ello, que se le está haciendo agua la góndola. Puesto que ahí, donde él mira la belleza más platónica, un buga es ciego o simplemente desinteresado, indiferente. Tampoco la partitura de un compositor avezado en su bagaje técnico-musical al servicio del drama, de particular belleza en pasajes dancísticos, que sin embargo en su estreno no tuvo la resonancia de otras óperas de su catálogo, me pareció lo más memorable en esta ocasión.
Lo que me hizo valorar particularmente esta serie de funciones fue sin duda la puesta en escena, su interpretación. Jorge Ballina logró hacer magia auténtica, que como sabemos no es más, pero tampoco menos, que un artilugio que logra hacernos creer lo que no es. Su diseño de escenografía pareció decirnos nada por aquí, nada por allá, para de pronto, con un mecanismo preciso e ingenioso, continuo, hacer aparecer embarcaciones navegantes, puertos, lobbys y cuartos de hotel, playas, muros, callejones, canales de agua y muchos otros contextos y escenarios necesarios para el desenvolvimiento puntual de la trama.
Ballina dejó en claro que como escenógrafo es un ilusionista. Y su dirección escénica, debutante, no desmereció, llena de fluidez y teatralidad pocas veces vistas en la escena operística nacional, estuvo en perfecta sincronía en concepto y ejecución con la iluminación de Víctor Zapatero, el vestuario de Tolita y María Figueroa y el movimiento corporal de Verónica Falcón.
La parte canora fue encabezada por el tenor estadounidense Ted Schmitz, de voz más bien delgada y poco voluminosa, pero de gran resistencia y musicalidad, que unió a un conocimiento perfecto del rol de Gustav von Aschenbach. El barítono Armando Gama interpretó los siete papeles breves de la obra (Viajero, Catrín, Gondolero, Gerente de hotel, Barbero, Jefe de cómicos, Voz de Dioniso), con una prestancia vocal e histriónica incuestionables. Como la voz de Apolo, el contratenor Santiago Cumplido cumplió pero con un instrumento destemplado y de afinación incierta.
La Orquesta y el Coro del Teatro de Bellas Artes —esta vez preparado por Cara Tasher— cumplieron con un desempeño elevado para su media, manteniendo la tensión dramática y dando relieve a los pasajes solistas, con la batuta concertadora de Christopher Franklin, quien hace algunos meses también visitara nuestro país: Guadalajara, Jalisco, para dirigir un concierto con el tenor peruano Juan Diego Flórez.
Pero la verdad, y alguien tiene que decirla, lo más valorado y sobrevalorado para muchos de los asistentes que llenaron el teatro (lo que en fechas recientes ni Rigoletto consigue) pero a ratos dormitaban bajo el sopor de la obra, fue el Tadzio del bailarín Ignacio Pereda, quien, como a Aschenbach, hizo suspirar a más de uno hasta la locura. O loquera. Será que como afirmara festivo un señor a su joven pareja antes de iniciar la función, “Muerte en Venecia es para la comunidad lírica gay como que a los franceses les toquen La Marsella o a los mexicanos el México lindo y querido”. Yo respeto, como dijera Velibor Bora.
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